Este domingo la Eucaristía huele a fiesta, a banquete de perdón. Por eso en la cruz luminosa hemos colocado un anillo. Es el anillo que el Padre coloca en el dedo del hijo que vuelve a casa. Su marcha supuso la ruptura de la alianza con el Padre y al volver se reconstruye la alianza. El pecado rompe la relación con Dios y cuando nos confesamos esa alianza se rehace. Este domingo precisamente nos toca hablar del paso cuarto «decir los pecados al confesor». El hijo cuando vuelvo a la casa confesó su pecado arrepentido. Voy a tratar de animar a confesar a los que todavía se resisten desmontando las excusas que se suelen aducir.
Quiero empezar diciendo que me encanta sentarme a confesar. En los años que llevo de ministerio lo he hecho en la playa, en el coche conduciendo, montando en bici, y hasta a caballo en el camino del Rocío. En Roma, en Jerusalén, en Medjugorge, en Taizé… Y lo hice el día de mi ordenación antes de presidir mi primera Misa. Recuerdo esa primera confesion y la emoción de aquella señora cuando le dije que lleva seis horas ordenado. En estos años he disfrutado mucho de este servicio. Disfrutar en el buen sentido porque he sido testigo de mucho sufrimiento y también de muchos milagros.
Confesar es un lujo. Tener disponible a alguien que te escucha sin juzgarte, alguien a quien le puedes contar eso que no le cuentas nadie y con la confianza de que se queda allí. Algunos piensan que el cura te va a mirar mal cuando te confiesas. ¡Nada de eso! los sacerdotes recibimos una gracia especial para mirar con misericordia a los penitentes y después de la confesión no nos influye para nada lo que nos han dicho, más bien nos sirve para mirar con más cariño. Recuerdo las confesiones más duras sobre el aborto. Que mirada más preciosa me regalaba el Señor para esas mujeres (estoy llorando mientras escribo esto). El sacerdote recibe dones especiales para administrar este sacramento. A veces se te ocurre preguntar algo que ni se te pasaba por la cabeza y eso provoca un proceso de conversión. Salen consejos y palabras de ánimo que no sabes de dónde vienen. El 80% de la veces nos dedicamos a consolar, a decir «no te machaques», muy pocas veces tenemos que apretar las tuercas.
Qué pena los que no saben reconocer este ministerio de la reconciliación como dice San Pablo en la Segunda Lectura. Los que dicen que se confiesan con Dios pero no comulgan con Dios. Durante la pandemia cuanto echabais de menos comulgar ¿verdad? porque no es lo mismo comulgar realmente que hacerlo de forma espiritual. Pues tampoco es lo mismo escuchar del sacerdote «yo te absuelvo de tus pecados» que confesarte con Dios. Es más, los que hacen eso deberían ser coherentes y comulgar también con Dios sin el cura y perderse comer su cuerpo y ser con él una sola carne. En le confesión hay una fuerza espiritual muy grande para liberar del pecado. Satanás no quiere que confesemos los pecados para tenernos atados. ¡No se lo digas nadie nos Duce! Hay situaciones de pecado que son verdaderas ataduras. Jesús les dijo a sus apóstoles «lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo». Decirlo es como un exorcismo y podemos ser liberados. Esto también se lo pierden los que no confiesan. Y se pierden lo mejor y lo más importante: el abrazo del Padre que sale corriendo con las entrañas maternas conmovidas para cubrirnos de besos. La confesión vivida en profundidad es un encuentro maravilloso con la misericordia de Dios. Y como otras veces he dicho confesemos primero el amor «Señor tú lo sabes todo tú sabes que te quiero» Feliz domingo y bendiciones. Para ver las lecturas pincha aquí.
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